El documental de los viernes: El último soldado de San Martín …hoy conocemos la casa de José de San Martín en Boulogne Sur Mer

El Museo ocupa la casa donde el General José de San Martín murió, el 17 de agosto de 1850, tras haber pasado sus dos últimos años de vida en Boulogne-sur-Mer, Francia, acompañado por su hija Mercedes, su yerno Mariano Balcarce y sus nietas. El inmueble fue comprado en abril de 1926 por el Ministro Plenipotenciario Federico Álvarez de Toledo, en representación del Estado Argentino, por la suma de 400 mil francos. Esta compra pudo hacerse gracias a los fondos obtenidos por suscripción directa realizada en las escuelas de Argentina. La casa depende ahora del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto y se encuentra, por lo tanto, bajo dependencia directa de la Embajada de la República Argentina en Francia.   
El Libertador llega a Boulogne-sur-Mer en junio de 1848 buscando alejarse de los movimientos revolucionarios que habían estallado en París y que iban a concluir con la abdicación de Louis-Philippe y la proclamación de la Segunda República. Ya instalado en Boulogne, a San Martín le gustaba pasearse por el jardín de Tintelleries, en las orillas del río Liane, y hacer algunas peregrinaciones al campamento de Boulogne, siguiendo las huellas de Napoleón a quien admiraba profundamente a pesar de haberlo combatido durante la guerra de España. Algunos escritos de su hija, de su yerno, de su amigo Félix Frías y del propio Gérard, constituyen valiosos testimonios de los últimos momentos vividos por el General San Martín.
El Dr. Gérard, propietario del inmueble, ofreció al General San Martín el segundo piso de su casa, ubicada en el 105 de la Grande Rue (actualmente 113). En una crónica de la época, Gérard describe a San Martín como un “anciano muy gentil, alto, que ni la edad,  ni las preocupaciones, ni los dolores físicos habían podido doblegar. Sus rasgos eran expresivos y simpáticos, su mirada penetrante y alerta, sus modales amables y era muy instruido. Sabía y hablaba corrientemente el francés, el inglés, el italiano y, por supuesto, el castellano; había leído todo lo que podía leerse. Su conversación, fácilmente jovial, era una de las más atractivas que podía escucharse. Su bondad no tenía límites…”.

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